Pido perdón a mi nombre
al primero
al que me invitó a la opulencia de mesas largas
donde se sentaban las sombras de los desperdicios,
al que brillaba en las arañas y en el bronce,
en huevos de mármol que jamás se rompieron
ni dieron vida.
Pido perdón a su excelencia,
a su formalidad putrefacta
que sabía de rituales pero adolecía
y cómo dolía
de toda debida memoria.
Pido perdón a mi nombre
al segundo
si de toda su furia tomé sólo un poco,
sólo el borde más alejado
del centro del quemimporta.
Si de su explosión permanente
de placeres y placebos
elegí el más medido de los aguerridos
en la intimidad del secreto.
Pido perdón por frenarme
un paso antes del exceso,
por querer después de todo
y también antes que nada
el libro, el árbol, el hijo.
Pido perdón y me rio.